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MI DEUDA CON EL REY MIDAS ESPAÑOL

MI DEUDA CON EL REY MIDAS ESPAÑOL

Por Luis Felipe Sexto  

Mi vida habría tomado otros derroteros si no fuera porque, el mismo día que presenté mi tesis de Diseño Mecánico ante un tribunal, murió Eduardo Barreiros. Fue una sensación de pérdida que opacó la alegría de aquel, mi primer triunfo en busca del camino. Sí, me había graduado, pero al mismo tiempo se alejaba, como un mal educado, aquel gran hombre que en silencio prometía ser la persona que orientaría mi vida profesional. Nunca me lo dijo, pero yo lo sentía.  

Por alguna razón el recuerdo de Barreiros me ha acompañado en los últimos días. Quizás ha llegado el momento en que puedo valorar su actuación y ejemplo a casi quince años de su desaparición física. Poco tiempo pude disfrutar y aprovechar el privilegio de aprender a su lado, cosa que algunos en Cuba no valoraron justamente. Sin embargo, es quizás esto lo más paradógico de mi relación con Barreiros. Lo efímero del contacto y las marcas profundas en mi pensamiento y actuación derivadas de aquellos escasos pero inolvidables encuentros.  

 Transformaba en oro lo que tocaba, así decían en Estados Unidos, y le llamaban el Rey Midas español, pero me atrevo a asegurar que en este caso la palabra oro no se refería sólo al dinero. Eso sería plebeyizar su personalidad. Barreiros era, ante todo, un hombre de ley.  Creía en la palabra empeñada y con una  ética que lo llevaba a “hacer siempre honor a los compromisos”, como en el 63 cuando “llegamos a soportar en cartera la cifra de 600 millones de pesetas por carecer de clasificaciones bancarias [...] esta situación nos colocó en un verdadero apuro, pese a todo, no dejamos de cumplir un sólo compromiso”. Sabía respetarse como persona y como empresa. Ser muy tenaz, tener vocación y fe... Exactamente así, como lo demostró su vida y su obra. Un aspecto notable de su persona era que el método de su actuación era el reflejo de su conducta.

Apenas me iniciaba en mi carrera, cuando  acudí a la planta de motores Amistad Cubano-Soviética que, con la más alta tecnología, fabricaba motores para equipos pesados en La Habana. Tenía la esperanza de hacer un proyecto de tesis en algo que realmente me apasionara. A través de la influencia de una amiga logré llegar a la fábrica y una vez adentro tenía la orientación de dirigirme a la oficina de proyectos. En el lugar se encontraban varias personas, entre las cuales se distinguía una. Un señor mayor, que  disfrutaba de un Habano, de apariencia robusta, porte mediano, vestido  con un traje costoso, lo que contrastaba con el resto de los presentes.  Me inquirió:  

—¡Diga usted joven!  

Con la valentía que otorga la ignorancia y la limpieza de la primera juventud, respondí contándole de mis pretensiones de hacer un proyecto relacionado con el diseño de motores y manifesté mi interés en ese campo. Aquel pequeño gran señor puso toda su atención en mi con una intensidad que me hacía sentir disminuir de tamaño, pero aún así yo continuaba. Fue el momento justo, medito hoy, en que conocí lo que es un hombre de clase. Ante mi, Eduardo Barreiros, prestándome atención sin reparar en el tiempo, que sin dudas no le sobraba, ni en la persona, que apenas era un estudiante. Iniciaba a mostrarme, ya de inicio, uno de los elementos de su código: No mirar a nadie por encima del hombro. Preguntó acerca de mi especialidad y lo que quería exactamente. Luego decidió:  

—Vamos, conversamos mientras te muestro la planta. —Y continua mi asombro al verme caminar sólo con Barreiros, cuando pudo delegar en cualquiera...  

Ni siquiera era consciente de que aquel hombre era el mismo que en los 60 exportaba equipos pesados a 27 países; aquel que desde la humildad y a pobreza llegó a convertirse en un gran empresario, con una planta industrial de dos millones de metros cuadrados y con alrededor de 60 000 trabajadores. Un patrimonio valorado en más de doscientos millones de dólares, alcanzado con un sacrificio y un tesón sin precedentes. Siempre de menos a más: De comprar automoviles inservibles y revenderlos restaurados; de un taller casero a uno de mayores proporciones; de chofer a mecánico; de mecánico a innovador; de innovador a empresario; todo sin concesiones a los valores familiares ni abandonar el reto de la vida.   Mientras caminabamos comentaba:  

—Ni una colilla de cigarrillo debe haber en el suelo, ¡la limpieza es esencial. ¿Por qué va a estar sucia la planta? Siempre tiene que haber un encargado de garantizar la limpieza al final de cada jornada. No hay justificaciones para esquivar la limpieza y el orden, ni eso rebaja a ningún trabajador.  

En ese momento prestaba atención pero no entendía bien por qué tanto interés en la limpieza. Aún no comprendía la importancia de tal tarea, poco agraciada, para el mejoramiento del ambiente laboral y la detección y control de anomalías en la planta. ¿Por qué Barreiros me hablaba de tales cuestiones mundanas que no tenían la menor importancia? Creía yo que se trababa de una tendencia al perfeccionismo de aspectos secundarios que no encajaba en una planta de fabricación de motores. ¿Por qué habría que ocuparse de la limpieza con tanta insistencia cuando existe una tarea superior que es el verdadero sentido: la fabricación de motores? La respuesta a estas y otras tantas interrogantes la aprendí más de una década después con mis experiencias y estudios en Ingeniería de Mantenimiento de Plantas. Aún se de personas que vergonzosamente no comprenden este aspecto elemental y vital de la actividad humana.   Barreiros continuaba refiriéndose a su vida pasada en España: 

 — El primero en llegar era yo, luego los mandos medios y finalmente los obreros. Con los mandos, despachabamos los problemas pendientes, lo que sucedería en el día y luego veía personalmente como marchaban las cosas directamente con los trabajadores. Todos los días supervisaba mis plantas y eso mismo hago en Cuba. Veo lo que pasa aquí, en la fundición de la Lisa, en la de Pinar de Río, en el CATDA. Para el próximo año nos proponemos fabricar el motor Taino con un 80% de componentes nacionales y llegaremos algún día al 100%.   

En aquel recorrido me iba diciendo despacio y con detalles lo que hacía esta o aquella máquina. Me señalaba —ves aquella... hay pocas en el mundo. Acerquemosnos, quizás la General Motors tenga otra igual.   Un día Barreiros entra de improviso al taller donde se analizaba un motor estacionario Lombargini y llama la atención sobre la forma en que debía colocarse una pieza. Al ver que Barreiros colocó invertida la pieza, con un impulso instintivo le alerté: Señor Barreiros... disculpe. La pieza estaba montaba de esta otra forma... gracias joven, muy bien, ¿así? —Fue su reacción.  Luego, realizó varias preguntas y se marchó a despachar en la oficina de la dirección.   El ingeniero con el que encontraba, una vez solos, me increpó: 

 —¿Tu estás loco? ¿Cómo vas a corregir al viejo? ¡No hagas eso más!   

—¿Pero qué ha pasado? No viste que lo estaba haciendo invertido y agradeció  la observación. No ha pasado nada y no entiendo por qué me hablas así —dije contrariado y algo ofendido por la forma.   

—No importa, no digas nada, después lo arreglamos —volvió a insistir.  

—Si volviera a pasar lo vuelvo a hacer  —concluí, ahora indignado.   

Barreiros inspiraba mucho respeto, pero tengo la impresión que había gente que no le decía toda la verdad o no lo rectificaban aunque se tratará de algo evidente. Esas personas desconocían que jamás Barreiros se molestaría por una intervención oportuna y en cambio mucho se hubiese agraviado de haber descubierto tales actitudes formales y en algún caso oportunista. El código Barreiros dictaba “escuchar las sugerencias aunque procedan de gente modesta”. Nadie que actuara de buena fe iba a recibir jamás de él una mala respuesta o una reprimenda.  Desde mi primera experiencia con Barreiros yo sabía que era accesible y, dada mi juventud, en ese momento no llegué a enteder aquella actitud de respeto equivocado (o irrespeto a veces) de algunos técnicos y directivos cubanos, pocos por suerte pero con la capacidad para dejar el sabor amargo. Desde mi posición de observador y joven estudiante noté que algunos de ellos se preocupaban mucho por asegurar que Barreiros los viera en posición de trabajo cuando pasaba en su recorrido habitual, más que por trabajar verdaderamente. Me parecía que esas proyecciones no se correspondían con la dignidad profesional ni con la actuación que Barreiros exhibía: “Convivir al máximo con los colaboradores, estimularlos en la mayor medida, no querer siempre ganar para sí la última peseta”. No en balde la planta dejó de ser lo que era una vez que Barreiros no estuvo más. —Yo compré con dinero propio la primera computadora para diseñar los motores que desarrollaremos. —Comentaba para ilustrar que no escatimaba si se trataba de mejorar e incentivar el amor y la dedicación al trabajo. Aquello era todo un acontecimiento si se considera que en aquel momento muy poco se conocía y hacía en Cuba relacionado con el dibujo asistido por computadora (CAD).   

Luego, sin que me lo imaginara, Barreiros preguntaba al ingeniero encargado del diseño de motores: —¿Y el jóven cómo va? —Sabía que los mandos se formaban si tenian seguimiento, si había orientación. Me estaba siguiendo. Y creo debe ser un orgullo estando yo muy lejos aún de completar una sólida formación profesional, ser objeto del tanteo experto para saber si había o no madera en mi, consciente que el futuro no podía depender siempre de él. Había que garantizar la continuidad de la empresa “y eso sólo se logra con mandos preparados”, “a veces hay personas excepcionalmente dotadas que se malogran porque no se les ha facilitado la necesaria oportunidad” y “porque hay que rodearse siempre de buenos colaboradores y amigos”. Sencilla sabiduría la de Barreiros, pero difícil de aplicar por otros cuando falta una estructura empresarial adecuada, experiencia y valores. Sería interesante saber lo que sucedió después de la desafortunada desaparición de Eduardo Barreiros, en la primeramente incipiente y luego huérfana industria automotriz cubana, pero sería un desvío que nos alejaría demasiado de Barreiros.  

 Ni los golpes duros, ni los desgarros del alma, ni los dedos cercenados por aquel trabajo impetuoso, dedicado, directo, real, humano, arrebataron la humanidad de Eduardo Barreiros. Quizás la grandeza de este hombre se puede sintetizar en su visión emotiva de aquella escena de la niñez en la que jugaba con un coche de juguete de otros niños: “cuando estaba mas entusiasmado papá me llamó y me dijo: Eduardito vámonos que aún nos falta mucho por andar [...] y con la tristeza que un niño educado sabe reflejar con un silencio elocuente que llega al alma, Barreiros se alejó despacito y ...”apenas habíamos recorrido unos 200 metros cuando uno de los niños vino corriendo y me regaló el cochecito”. Luego, parece que Barreiros nos devolvió amplificado ese gesto de grandeza al entregarnos, sin intereses, el ejemplo de una vida, a personas que como yo en algún momento no encontraban un modelo de profesional y un camino y andábamos igual que él en la escena, caminando despacito y desolados.    

Mientras Barreiros moría, de alguna manera y en secreto, algo de su semilla logró crecer en mi. No continué por el mundo automovilistico, ni diseñando motores,  pero ello no impidió que me llegara un pedazo de su esencia como ser humano. Sentido de la responsabilidad. Saber escuchar. Saber delegar. Mostrar gran capacidad de decisión. Ser una buena persona. Y eso es, precisamente, lo que cuenta. Ojalá, como piensa mi padre, nos podamos ver más adelante de nuevo señor Barreiros. Porque con certeza estamos en deuda. Y no quiero que piense que soy mal pagador...

 

1 comentario

antonio salgado nolasco -

Comentario: Eduardo Barreiros, gran emprendedor orensano. Su hija, Mari
Luz, gran señora, de buen corazón y dulce sonrisa.....